Por: Alex Díaz
Me fui maldiciendo mi cobardía frente a esos policías. Me fui maldiciéndolos a ellos. Me fui maldiciendo al mundo entero y su soledad, pero mis maldiciones fueron interrumpidas por otra visión: un grupo grande de mujeres y niños indígenas caminando hacia quien sabe dónde, con sus coloridos vestidos muy sucios, y recipientes en los que pedían dinero. Niños y niñas de todas las edades, y esas mujeres solas, hablando entre ellas casi alegremente, como tratando de hacer llevadero el desplazamiento. Y yo miraba al rededor, y parecía que sólo yo las veía. No pude continuar por un momento con mi viaje. El pedal no daba, no quería dar. Observé al grupo, y hubiese podido pensar cualquier cosa para sentirme tranquilo, para no sentirme culpable, cómplice de lo que veía. Al fin y al cabo muchos se visten sucio, y salen a la calle con un vaso y pasan por desplazados sin serlo. Si, hubiese podido pensar eso si no les hubiese visto los pies, descalzos, destrozados, incluso a los niños. Sucios y cuarteados de tanto caminar. No podía negar los fantasmas que allí se me aparecían. Pero tampoco supe que hacer. Darles algo del poco dinero que llevaba? Y que comieran algo que no les iba a alcanzar para todos? Y que siguieran caminando, destrozando sus pies, y con eso yo me iba a sentir tranquilo, menos culpable? Iba a lavar mi conciencia, mis ojos y mi mi mente con la mísera caridad? Ah, la impotencia!
Me fui de nuevo, de nuevo maldiciéndome. Grité las groserías que nunca digo, pues soy del pensar que esas palabras hay que economizarlas, para que no pierdan su fuerza en el momento en que realmente se necesitan. Pero ni las groserías que nunca uso, y que me podrían desahogar un poco, tuvieron la fuerza suficiente para poderme calmar, así como yo no tuve la fuerza suficiente para hacer algo.
Y sigo el camino. Y veo a dos hombres de edad, sucios, metiendo pegante en su cambuche. Dos hombres que veo todos los días en mi bicicleta. Personas que se viven moviendo porque los sacan de un lado y de otro. Personas que por una razón desconocida para mi, no merecen una oportunidad, no hay quien se la dé. No son desperdicio humano, son humanos desperdiciados. Pero la costumbre había segado mis ojos, y los de todos los demás que habían allí. Pero ellos no eran invisibles. Eran parte del paisaje, lo que no se si es peor. Creo que la gente allí ya no se podría imaginar la calle sin ellos. Hasta me dio la impresión de que si alguien los hubiera querido sacar de allí, hubieran protestado.
Y vi a los cristianos de la iglesia que está al lado de estos desgraciados seres, vi ese espejo de mi hace un tiempo. Vi a los cristianos, a los que una vez pertenecí, y veo que no los ven. Porque ellos, al que no cree lo que ellos, lo ven en el infierno, y si ese no parece merecer ir allí, entonces no lo ven. Y mi dolor ahí, el duende que me desgarra, que me desangra por dentro. Que intenta salir y hacerme cantar rompiéndome la garganta. Y yo sólo. Y culpable. Y les pido perdón. A los dueños de los bicitáxis. Al grupo de indígenas desplazados. A los hombres del pegante y el cambuche.
A la gente que está al filo, que no puede vivir, porque se les va todo tratando de sobrevivir. Y un amigo me dice mamerto. Y otro amigo me dice que este país es uno de los que más libertad tiene.
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